17 octubre 2011

El fin de la secuencia

Imagen tomada de El blog de Fernando Botella 

Me acaricio la cicatriz con la mano derecha, mientras con la otra me sujeto a la barra del autobús. La piel me quema en la zona por donde hace unos días se introdujo la navaja que me segó la vida: una estocada certera en medio del corazón.

Los cirujanos del hospital resurrector han realizado un gran trabajo, lo que no deja de tener mérito, pues es la sexta vez que me matan por el mismo sitio. Con una sonrisa y algo de retranca, el médico jefe me ha pedido que vaya con cuidado, que los gatos sólo tienen siete vidas.

Con algo de inquietud me toco la herida y la siento palpitar, como si me estuviera avisando de una amenaza cercana. Observo nervioso a la gente alrededor y hasta  parece que un aire helado  procedente de algunas filas atrás me recorre la nuca. Mis ojos alternan de derecha a izquierda, con la misma inquietud nerviosa de un espectador en un partido de tenis, el cuello se retuerce buscando al fondo el origen de la corriente fría.

Al tercer giro lo veo: es un hombre maduro de mediana estatura, emboscado bajo un abrigo gris de fieltro, con el cuello cubierto por una bufanda, bajo la cual su mano izquierda parece hurgar una pequeña herida. Un aspecto que no me debería llamar demasiado la atención, en esta mañana de invierno, si no fuera por ese cruce de miradas que el desconocido ha hecho todo lo posible por evitar.

Quedan todavía dos para mi parada, pero el hombre de gris ya se ha levantado del asiento y me corta el paso hasta la salida. Ahora su mano izquierda ha abandonado el lugar junto al cuello y sujeta la barra, mientras la derecha se esconde en el bolsillo del abrigo.

Me sitúo frente a la puerta, mirando de reojo a mi enemigo mientras observo las calles transitadas, calculando el tiempo que falta para llegar. Mi mano deja la cicatriz y juega con un largo alfiler, en el bolsillo del abrigo. En mi espíritu reina ahora una gran calma.

El botón que anuncia la parada suena a pistoletazo de salida de un duelo al que el resto de espectadores es ajeno. Doy un par de pasos adelante y me suelto de la barra. Cuando el autobús frena, la propia inercia me lanza contra él, derribándolo sin darle tiempo a sacar la mano del bolsillo.

Bajo deprisa, sin mirar atrás y me pierdo en las calles. En el suelo del autobús yace un hombre excesivamente abrigado, con un hilo de sangre saliendo de la bufanda. Dentro del bolsillo guarda la navaja a medio abrir. 

 ...



La ambulancia parará junto al cadáver. Los enfermeros compartirán una mirada cómplice. Descubrirán la herida, que se verá muy limpia y puede que sonrían: no será difícil recomponer ese cuerpo, aunque sea la sexta vez que lo hacen.

La calle se vaciará a los pocos minutos, algunos bares albergarán unos pocos clientes. Todos ellos tendrán una cicatriz en un punto vital, pero sólo algunos mirarán con desconfianza. Con el tiempo, se han acostumbrado a trivializar la existencia, a no valorar el momento en el que se vive más allá de lo recomendable.

En algunos de estos locales se asegura que no tenemos un número de vidas limitado, que somos como dientes de un engranaje sin fin. Aseguran que han visto hombres con dos cicatrices y gatos con más de siete vidas.

Cada vez somos menos los que tratamos de romper la secuencia, intentando algún hecho que cambie fatalmente nuestro destino. Buscamos cualquier posibilidad de salir de esa rueda, de elegir nuestro destino. Y tal vez sólo consigamos acumular cicatrices en los sitios donde estaba previsto que se formaran.


-.-

05 octubre 2011

Rodríguez



Son las doce horas, un minuto y quince segundos. Demasiado tarde. Me he dado cuenta de la hora justo cuando el pitido del microondas avisaba que tenía listo mi café recalentado. ¿Y si llamo? Es verano y seguro que se van más tarde a dormir.

Mañana tengo que entregar un informe y no lo tengo ni empezado. La pila del lavabo almacena un plato por día de la semana, siete pares de cubiertos, siete cucharillas, tres tazones de leche, un vaso y dos ceniceros. Las sartenes, que no caben, esperan en el banco repletas de grasa. ¿Estarán despiertos?

Un pitido suena en el portátil. Mierda, ya me he vuelto a dejar el chat encendido. No recuerdo si al café le he echado azúcar. El cesto de la ropa sucia rebosa de camisas sudadas y pantalones de lino. Ahora que pienso, seguro que están dormidos. Mañana vuelven.

En menos de doce horas estará aquí Laura con los niños. No puede ver la casa así. El portátil sigue pitando. Quien sea, no se resigna a mi silencio. Marco los nueve números del móvil de Concha.

- ¿Don Juan? ¿Pasa algo?
- Nada, Concha, no pasa nada. Sólo quería hacerle una pregunta: ¿trabaja por las noches?
- No suelo hacerlo y, además, estoy de vacaciones, le recuerdo.
- Por favor, Concha, se lo ruego.
- ¿Qué? Mañana viene la señorita y está todo por barrer, ¿no?
- Qué lista eres, Concha.
- Esto le va a costar una pasta, jefe.

En media hora vendrá Concha. Parece que no hay tantos platos en la pila. El ordenador ya no suena. Comienzo a redactar: introducción, objeto del documento...

Va a ser una noche larga. Y el café ya está frío.

-.-