27 marzo 2012

Juegos de azar


¿Qué hago yo en un casino si no me gusta jugar?

Algunos días, los acontecimientos te llevan a lugares donde no pensabas ir. Los acontecimientos, digo, y no el azar, porque no creo demasiado en este último.

El jugador que tengo al lado se desespera por momentos. Cree que le ha abandonado la suerte. Aunque a última hora siempre se aferra a una última probabilidad. El hombre es valiente para perder y cobarde para ganar, que decía siempre mi padre.

Pero en este juego manda la estadística. La pura y fría estadística, colega. O la puta estadística, si te quedan ya pocas fichas encima de la mesa.

Juega siempre al 33 negro, me he fijado, y me pregunto si lo hace por aquello de la edad de Cristo o porque está al lado del uno, ese número, que por ser el primero, parece que no vaya a tocar nunca. Sin embargo, tiene las mismas probabilidades que cualquier otro de que se detenga encima la bolita.

Ninguna de esas dos cifras ha salido esta noche, pero él no se ha dado cuenta. Sigue apostando a lo mismo, obcecado. Al que tenemos enfrente, no se le pasan esos detalles. Pone aire de distraído, pero anota mentalmente todos los números aparecidos hasta este momento y va cambiando de apuesta cada vez. Le quedan tres rondas para que cambie de sitio, pues ya se ha dado cuenta de que algunos ojos le vigilan. En el juego, no está permitido contar.

Me fascina ese momento mágico en el que la bola va corriendo hacia su destino, tropezando con los diferentes alojamientos hasta detenerse en el definitivo. Las caras expectantes de los jugadores y la decepción final de la mayoría de ellos, el trasegar veloz de las fichas.

Nuestro metódico jugador de enfrente, tras perder varias rondas, ha acertado en su cálculo y recupera parte de lo jugado. Se retira, prudente, y desaparece de nuestra vista. En su sitio, se ha colocado una rubia espectacular, embutida en un vestido negro, con el escote como única vía de escape a tanta apretura.

En mi vida han pasado varias mujeres tan hermosas como ella, pero ninguna rubia. No me traído una los acontecimientos ni tampoco el azar. La bolita siempre se detuvo en la de al lado, morena o pelirroja, impar negro.

Así que, para asombro de mi vecino, decido convocar a esa suerte rebelde, enemiga de las estadísticas, apostando todas mis fichas al uno. Par y rojo. Al mismo tiempo, la rubia se abalanza sobre esa casilla, pero al adelantarme yo, opta por el de al lado. 20, negro.

La bola de marfil rueda por la superficie pulida de la ruleta. Es mi última apuesta. Cuando se pare, daré la vuelta y me iré del casino. Con o sin dinero. Sin rubia. Con el azar jugando a bendecirme o la puta estadística imponiendo su fría tiranía.

Aprieto los puños mientras la rueda pierde poco a poco su velocidad. ¿Quién me mandaría ir a un casino con lo poco que me gusta jugar?

-.-